Frase-cita
Hoy en la estación de metro Universidad Católica leí la siguiente frase: “Sabías que el ser urbano está en permanente búsqueda del balance entre la ciudad que habita y el alma que lo habita a él?”, en un panel que próximamente tendrá no sé que cosa, aunque sería mucho mejor que se quedara con esa frase por harto tiempo más.
Cuando la leí me bajó una especie de nostalgia (aunque no sé exactamente como definir el sentimiento), un oasis dentro de la felicidad imperante de estos días, a excepción de hoy, en que tuve la primera prueba que me va verdaderamente mal desde que entré a la escuelita; y la leí justo cuando me ando sintiendo toda urbana, solo por el cuento de estar metida en un mundo eminentemente urbano (y todo intelectualoide), que, como me dijo hoy Ángel (que lleva muy bien puesto su nombre, es un tipo que me calma, que con solo hablar me relaja; la idea es sentir lo mismo por el niño de los bototos, pero no resulta), como iba diciendo, como me dijo hoy Ángel, que si hubiese un naufragio y llegáramos a una isla desierta, un abogado no serviría para nada (han cachado lo lúdico que es el trabajo del abogado, ver si las leyes calzan y puro seguir procedimientos), pero es cuasi indispensable en la organización citadina (donde todo es más complejo), entonces, ahí es cuando me vino el sentimiento medio nostalgia medio sin identidad, de que si termino saliendo de abogado, mis ideas de irme a vivir al campo se diluyen igual como las ideas de ser útil en un maremoto o en accidente de tránsito (sin polemizar, claro).
El permanente balance, entre estudiar en el punto confluyente de Santiago, frente a la Telefónica, como edificio símbolo, y al otro lado de mil semáforos, manifestación más evidente de la vida en ciudad, pero con el Forestal de patio trasero, que es lo más bello y citadinamente campestre de por ahí cerca, que es el lugar desde donde el alma habla y sueña, (con vivir en ese Santiago amable) y se vuela a Conce, al mar, a las vacas, a la lluvia, al frío, a la gente que habla cantadito, a todo eso, que esta alma aprecia y atesora tanto.
Cuando la leí me bajó una especie de nostalgia (aunque no sé exactamente como definir el sentimiento), un oasis dentro de la felicidad imperante de estos días, a excepción de hoy, en que tuve la primera prueba que me va verdaderamente mal desde que entré a la escuelita; y la leí justo cuando me ando sintiendo toda urbana, solo por el cuento de estar metida en un mundo eminentemente urbano (y todo intelectualoide), que, como me dijo hoy Ángel (que lleva muy bien puesto su nombre, es un tipo que me calma, que con solo hablar me relaja; la idea es sentir lo mismo por el niño de los bototos, pero no resulta), como iba diciendo, como me dijo hoy Ángel, que si hubiese un naufragio y llegáramos a una isla desierta, un abogado no serviría para nada (han cachado lo lúdico que es el trabajo del abogado, ver si las leyes calzan y puro seguir procedimientos), pero es cuasi indispensable en la organización citadina (donde todo es más complejo), entonces, ahí es cuando me vino el sentimiento medio nostalgia medio sin identidad, de que si termino saliendo de abogado, mis ideas de irme a vivir al campo se diluyen igual como las ideas de ser útil en un maremoto o en accidente de tránsito (sin polemizar, claro).
El permanente balance, entre estudiar en el punto confluyente de Santiago, frente a la Telefónica, como edificio símbolo, y al otro lado de mil semáforos, manifestación más evidente de la vida en ciudad, pero con el Forestal de patio trasero, que es lo más bello y citadinamente campestre de por ahí cerca, que es el lugar desde donde el alma habla y sueña, (con vivir en ese Santiago amable) y se vuela a Conce, al mar, a las vacas, a la lluvia, al frío, a la gente que habla cantadito, a todo eso, que esta alma aprecia y atesora tanto.
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