Entorno
Santiago transformándose en una "ciudad moderna" y resulta que el otro día se me cayó una cana (o sea, ya no solo me salen si no que tengo tantas que llegan a caérseme) y entonces, a los 19 años (tantos años), se ve como los lugares de la infancia van desapareciendo, no solo transformándose, si no que siendo aplastados por toneladas de cemento.
El sábado, evitando la infernal alameda y con el fin de llegar a Bilbao pasando por el Movicenter (en busca de tatu nuevo), uno hace recorridos extrañísimos y se encuentra con lugares familiares (como la casa de un ex ministro que en su patio tenía un caballito de madera, esos extraños recuerdos) o pasando por Exposición (en Estación Central) y ver en el suelo los escombros del supermercado Uriarte, ahí casi me dieron ganas de llorar, no porque tenga una imagen clara del lugar, pero algo trae la imagen mental del lugar oscuro, solo alumbrado por los rayos del sol que entraban por las ventanas del techo y entonces uno se acuerda de ese Santiago con las micros de colores, las protestas de la USACH (cuando vivía en la calle Ruiz Tagle y entonces, mi mamá y yo nos bajábamos del metro, con el letrerito amarillo que, me imagino, decía Estación Universidad de Santiago, pero como en la superficie, en la Alameda estaba la crema, el metro no paraba ahí y había que subir caminando desde Pila del Ganso, que en los letreritos rojos de la estación salía un pato bien raro que parecía embarazado).
Y es cuando uno se da cuenta de que es bien raro esto de crecer en la ciudad capital, donde nada es perdurable, "yo venía a esta plaza, donde habían unos juegos y ahora está el Café Literario" o "Dónde está esa carretera, había un supermercado y yo acompañaba a mi papá en su furgón Suzuki celeste del ’81"; sin embargo, debe ser infinitamente más duro para quienes han sido expropiados y sus casas, que quedaron paradas después del terremoto del ’85 sean demolidas en diez segundos.
Es que estoy acostumbrada a oír relatos de la niñez de mis papás en el sur y que mi mamá me diga en esa casa y ahí esta la casa o que mi papa me diga en ese cerro y ahí está el cerro y entonces yo diga en ese parque y pasen 20 autos y 3 camiones por minuto.
El sábado, evitando la infernal alameda y con el fin de llegar a Bilbao pasando por el Movicenter (en busca de tatu nuevo), uno hace recorridos extrañísimos y se encuentra con lugares familiares (como la casa de un ex ministro que en su patio tenía un caballito de madera, esos extraños recuerdos) o pasando por Exposición (en Estación Central) y ver en el suelo los escombros del supermercado Uriarte, ahí casi me dieron ganas de llorar, no porque tenga una imagen clara del lugar, pero algo trae la imagen mental del lugar oscuro, solo alumbrado por los rayos del sol que entraban por las ventanas del techo y entonces uno se acuerda de ese Santiago con las micros de colores, las protestas de la USACH (cuando vivía en la calle Ruiz Tagle y entonces, mi mamá y yo nos bajábamos del metro, con el letrerito amarillo que, me imagino, decía Estación Universidad de Santiago, pero como en la superficie, en la Alameda estaba la crema, el metro no paraba ahí y había que subir caminando desde Pila del Ganso, que en los letreritos rojos de la estación salía un pato bien raro que parecía embarazado).
Y es cuando uno se da cuenta de que es bien raro esto de crecer en la ciudad capital, donde nada es perdurable, "yo venía a esta plaza, donde habían unos juegos y ahora está el Café Literario" o "Dónde está esa carretera, había un supermercado y yo acompañaba a mi papá en su furgón Suzuki celeste del ’81"; sin embargo, debe ser infinitamente más duro para quienes han sido expropiados y sus casas, que quedaron paradas después del terremoto del ’85 sean demolidas en diez segundos.
Es que estoy acostumbrada a oír relatos de la niñez de mis papás en el sur y que mi mamá me diga en esa casa y ahí esta la casa o que mi papa me diga en ese cerro y ahí está el cerro y entonces yo diga en ese parque y pasen 20 autos y 3 camiones por minuto.
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